Opinión

Compartir de lo nuestro

por Luis Albóniga

Hacia finales de los años 80 integraba un grupo de jóvenes con los que misionábamos en un barrio periférico de nuestra ciudad. La pobreza apretaba por entonces y, como jóvenes entusiastas, sentimos el deseo de ayudar y compartir. No hubo alacena de nuestras casas que se resistiera y, luego de reunidos los víveres, fuimos derechito a la casa de María. Esta señora del barrio había pasado a ser amiga de todos. Estaba casada y tenía once hijos “en escalerita”, y diez de ellos todavía vivían con la pareja. Su hogar, era una casilla que contaba con dos ambientes precarios, unas maderas apenas fijadas hacían de paredes y unas chapas gastadas hacían de techo, sin otro piso que la misma tierra que se había endurecido por tantas pisadas.

Llegamos con gran entusiasmo con lo que habíamos reunido, golpeamos las manos desde la vereda para no exponernos demasiado a los perros; y allí apareció ella, con la sonrisa de siempre y rodeada por sus “tesoros”, que eran los más pequeños. Entonces adelantó uno con ansiedad diciendo: “Juntamos todas estas cosas para ustedes”. “Les ayudará, al menos, para unos días”, dijo otro. Ella se acercó sin ninguna inhibición para recibir las bolsas y sorpresivamente, para nosotros, le pegó el grito a su vecina, mientras que al mismo tiempo le decía a uno de los hijos que vaya a buscarla.

Estábamos todavía en la emoción del traspaso de bolsas cuando llegó la vecina. Entonces, María, que no era de muchas palabras, le entregó la mitad de la mercadería que le estábamos dando. Ella no miró en detalle las cosas, sólo tuvo en cuenta de que quedaran repartidas de modo que, en ambas partes, quedara un poco de todo. Nosotros conocíamos a la vecina. Tenía una casita de material y sólo dos hijos.

Yo intentaba conceptualizar en mi cabeza lo que sentía: “cómo ella, con la necesidad extrema que tiene, le va a dar la mitad de las cosas”. María me conocía y percibió que mi mirada perpleja requería aclaración y me dijo: “Ellos también necesitan, se quedaron sin trabajo”.

Ese día aprendí una gran lección. En el entusiasmo de compartir de lo que me sobraba aprendí que lo verdaderamente valioso era compartir de lo propio. María me enseñó que hay que dar de lo nuestro, compartir nuestra pobreza.

Lo que da alegría a nuestro corazón y nos hace ser verdaderamente personas solidarias es no sólo dar cosas sino darnos. ¡Compartamos de lo nuestro y vivamos la gran alegría de sentirnos cercanos y de cuidarnos como hermanos!

(*): Vicario General Obispado de Mar del Plata.

 

 

 

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